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'Esclavos cavando zanjas', cuadro anónimo datado hacia 1850, que puede verse en la exposición de Ámsterdam.
Las huellas de la esclavitud están por todas partes. Si no, que se lo pregunten a Edward Goodland, antiguo alumno de Cambridge, que en 1960 donó a su facultad una campana. Había aparecido semienterrada en el lecho de un río en Guyana, donde Goodland ejercía de directivo para una empresa azucarera, y llevaba la inscripción 'De Catharina 1772'. Con la mejor intención y suponiendo que había pertenecido a alguna bucólica misión perdida en la selva, decidió cederla a su 'college', que, además, se llama Saint Catherine y es uno de los más antiguos de Cambridge. Así lo hizo y, como consecuencia, la campana se exhibió durante años a la entrada de uno de los edificios de la venerable institución hasta que en 2019, tras investigar sobre sus conexiones históricas, los responsables de la facultad llegaron a la conclusión de que provenía, casi con certeza, de la antigua plantación en Demerara, donde su sonido habría marcado la vida diaria de miles de esclavos.
La campana de Demerara, que se retiró inmediatamente del espacio público tras conocer su origen, ha viajado a Ámsterdam para ser expuesta de nuevo, aunque en un contexto bien distinto. Junto a ella se pueden ver otras similares procedentes de Curazao, Surinam, cabo de Buena Esperanza y Batavia, en la actual Yakarta. Dispuestas en hilera, las cinco dan cuenta por sí solas de la extensión del impero colonial neerlandés desde los albores del siglo XVII hasta mediados del XIX, cuando la esclavitud fue abolida. Mudas y convertidas en piezas de museo, es difícil imaginar el número de vidas dominadas por su sonido. Representan también el desafío de reconocer el pasado de Europa y el origen de la riqueza que ha hecho posible el esplendor de edificios como el mismo Rijksmuseum, que simboliza tradicionalmente el esplendor cultural de la 'Edad de oro' neerlandesa al tiempo que acoge esta exposición sobre el legado esclavista del país.
Precisamente una de las luminarias de esa grandeza artística, Rembrandt van Rijn, es el autor de dos impresionantes retratos que se pueden admirar al inicio de la muestra. A diferencia de sus otros retratos, son de cuerpo entero, un modelo compositivo que habitualmente se reservaba a miembros de la nobleza o a clientes con un inmenso caudal. Los retratos de Oopjen Coppit y su primer esposo, Marten Soolmans, son los mayores que Rembrandt pintó y una de las últimas grandes adquisiciones del museo, que comparte su propiedad con el Louvre. La fricción entre la opulencia del atuendo de los retratados y el hecho de saber que su riqueza -las hileras de perlas, los pompones de encaje en los zapatos, la seda de las medias y las plumas del abanico- se debe al trabajo esclavo en las remotas plantaciones de azúcar que poseían sus familias pone de manifiesto otra faceta de los múltiples significados que una obra maestra puede llegar a expresar. El contrapunto lo brindan las historias de quienes tuvieron un protagonismo bien distinto en el pasado colonial del país.
La voz de Ma Chichi, que contaba 105 años en 1985, cuando se obtuvo su testimonio, vuelve al presente para dar cuenta de la profunda dignidad de una mujer que nació esclava y fue hija y nieta de esclavos. El equipo curatorial, que en esta muestra brinda al público el trabajo de investigación desarrollado durante cuatro años, ha querido que el hilo conductor sea precisamente el contenido sonoro que acompaña el recorrido. Con ello ha buscado poner de manifiesto el respeto debido a los mecanismos de transmisión cultural de quienes no disponían de más medio que la narración oral. Entre otras, se cuenta la historia de Paulus, que trabajó como sirviente en una mansión de los Países Bajos, donde simbolizaba, además, el estatus social y económico de sus dueños. La ley prohibía la compra de esclavos en suelo neerlandés, pero era posible 'traerlos'. Un vez entraban al servicio de una gran casa en Ámsterdam, La Haya, Amberes o Leyden, y a pesar de ser nominalmente libres, la existencia, en muchos sentidos privilegiada, de Paulus y sus iguales transcurría en una zona gris entre esclavitud y libertad.
Retratos de Marten Soolmans y Oopjen Coppit, de Rembrandt (1634), y a la izquierda, 'Busto de un hombre africano', de Jan van Nost (1701).
En el centro de una sala, un collar de latón grabado con el escudo de la familia Nassau La Lecq -que entró en la colección del museo bajo la catalogación de 'collar para perro'- se contrapone con el busto de principios del siglo XVIII de un hombre africano ataviado con un objeto similar. En la pared se observa un grabado donde se puede ver a Augustus van Bengalen, que acerca la pipa a los labios de su patrón mientras este juega a las cartas. Un referente más sutil de la alienación absoluta de miles de personas, asumida como normal durante ese lapso de varios siglos, es precisamente el apellido Van Bengalen, que compartían muchos de las personas esclavizadas en el área de la bahía de Bengala. Despojadas de nombre e identidad, fueron trasladadas contra su voluntad a los cuatro puntos cardinales del imperio neerlandés; a veces a Europa, como en el caso de Augustus, y a veces, a otros enclaves coloniales, como las islas de Banda.
Hasta casi el siglo XIX estas islas, parte del archipiélago de las Molucas, fueron el único lugar donde se cultivaba la nuez moscada destinada a abastecer Europa. Ese privilegio fue también el origen de su tragedia cuando en 1621 la brutal ofensiva de la Compañía de las Indias Orientales para dominar el lucrativo comercio de la costosa especia supuso una masacre de tal magnitud que, de los 13.000 habitantes de las islas, tan solo alrededor de un millar quedaron con vida. El paradisiaco paraje hubo de ser repoblado y allí acabaron otros muchos Van Bengalen en una época que aceptaba y celebraba la reorganización del mundo en función de los intereses comerciales de compañías como la casi omnipotente VOC (Compañía de las Indias Orientales), que ostentaba la potestad de declarar guerras y no dudaba en hacer uso de ella.
Arriba, collar de latón, datado en 1689. Abajo, cepo múltiple de madera, usado entre 1600 y 1800 aproximadamente. Y a la derecha, Augustus van Bengalen sostiene la pipa de Hendrik Cloete, Anónimo c. 1788.
Tampoco faltan las historias de rebelión. Quienes habían sido sometidos al trabajo embrutecedor en los campos, minas, haciendas y talleres se rebelaron con toda la fuerza que les permitió su situación. A veces su asesinato servía de escarmiento para atemorizar a otros, como en el caso de Wally, fugitivo, apresado y torturado hasta la muerte junto a otros cinco hombres en una plantación de Surinam. Lohkay también escapó y fue capturada. El castigo fue atroz, pero lo intentó de nuevo y su historia de coraje pasó de una generación a otra convertida en leyenda. Surapati fue aún más lejos. A pesar de pasar su infancia como niño-esclavo en Batavia, llegó a enfrentarse y vencer con sus mismas armas a la poderosa VOC. Hoy es un héroe nacional de Indonesia.
Una instalación específica para la exposición invita a los visitantes que han finalizado el recorrido a reflexionar sobre las narraciones y los más de 140 objetos que la componen. Es una propuesta colaborativa, en constante cambio, que trata de evidenciar el legado sin resolver de la esclavitud. En otra sala se recrea la brutalidad deshumanizadora de los barcos que transportaban seres humanos como mercancía. En los Países Bajos, ese tipo de comercio desarraigó alrededor de 600.000 africanos para llevarlos a América y un número considerablemente mayor en distintos puntos del Índico. Un gran espacio circular recrea una constelación con centenares de pequeñas piezas de cristal azul suspendidas del techo. Es difícil conectar el efecto de ligereza que inducen con la esclavitud sin saber que en las antiguas Antillas Neerlandesas a veces se 'pagaba' a los esclavos con ese tipo de cuentas azules. Eran una especie de moneda no oficial que se empleaba para el trueque, ya que no tenían permitido acceder a dinero de curso legal. Cuando se abolió la esclavitud en 1863, la leyenda dice que arrojaron miles de estas cuentas al mar como señal de rechazo al sistema colonial. Ocasionalmente, buceadores o turistas todavía las encuentran hoy y, aunque quizá no sean auténticas en todos los casos, las lucen como orgulloso signo de libertad.
Ya sean joyeros de metales preciosos adornados con escenas de la vida en una plantación, cuadros donde un muchacho en segundo plano sujeta el casco de un jinete o un caldero de hierro fundido de los que se empleaban para procesar la caña de azúcar; buena parte de lo que se puede ver durante el recorrido ha formado parte durante mucho tiempo de la colección del Rijksmuseum como expresión de la riqueza y el poder del país. A partir de la celebración de esta muestra, se cambiará el contenido de al menos 70 cartelas del museo para aludir, reconocer y tener presente la relación de esos objetos con las injusticias cometidas contra quienes perdieron la libertad para que fuesen posibles.